jueves, 11 de marzo de 2010

El virus del dolor

Sobre sus huesos caía un leve peso de quince años que, sin embargo, era capaz de inmovilizarla y asfixiarla. Desde que comenzó a entenderse con la razón y mantuvo diversos debates con ella, cierta nostalgia se había aferrado a sus entrañas. Y sobre todo en los días lluviosos la martirizaba. No era impermeable al llanto frío y rencoroso de las nubes de invierno, no era inmune a las burlas del viento. En ese músculo que utiliza un compás binario, guiado siempre por manecillas insistentes, carroña para los buitres del tiempo, estaba incubando un virus que quería tomar el control de los latidos de su compleja máquina vital.
Los síntomas de esta enfermedad se le manifestaban también en las interminables noches de insomnio en las que anhelaba un beso de la mejor poesía romántica. Además presentaba un déficit de amor y se automedicaba con soledad.
Cualquier doctor le hubiera recetado la integración social y unas cápsulas de besos insípidos con las que posiblemente se hubiera atragantado. Todos ellos le parecían unos incompetentes. Aborrecía acudir al médico y cuando lo hacía, acababa insultando a aquellos sujetos con bata que lo único bueno que hacen es premiar a los niños que se han portado bien en la consulta con un palito de madera como el de los polos, pero sin polo, que los críos se meten en la boca gustosamente.
La quinceañera concebía la cura a su enfermedad como la transformación del peso de sus años en helio que ascendería al cielo ocupando el espacio de un globo, mientras su cuerpo sería la goma del globo pinchado por algún ave en su ascenso al cielo. Sería por esta goma por la que llorarían los asistentes a su funeral que finalmente serían contagiados por el espíritu enfermo de la difunta.