viernes, 18 de diciembre de 2009

La Bella Durmiente

“Coma” es una forma cortés de mandato que invita a nutrir estómagos con recursos y sin hambre.

“Coma” es el suspiro de las palabras.

“Coma” es un momento crítico propio del destino, donde los sentidos duermen pero el corazón respira, que puede anteceder a un punto y aparte o por el contrario, dar paso a un punto y final.


La mañana era espléndida: parecía que el sol le había alquilado la luz a la luna para aumentar su potencial. La brisa, a pesar de ser suave, era capaz de revolucionar los cabellos y los vestidos de las transeúntes y el piar de los pájaros era mucho más sonoro que el motor de los vehículos. Resulta paradójico que a través de una ventana todo pueda volverse opaco. En la habitación 427 del hospital Provincial el ambiente era completamente distinto: lo que más luz emitía era un viejo encefalograma con su impertinente tempo binario y sólo corría el aire que se colaba por debajo de la puerta.


Los años habían pasado con la misma rapidez con la que un libro es hojeado por un lector distraído. Habían transcurrido treinta desde que entró en coma y los médicos habían perdido toda esperanza. Su caso salió por televisión y los periodistas la apodaron con cierta ironía, pero muy poca gracia La Bella Durmiente. Pero a Olvido no la iba a despertar ningún beso de un príncipe idealizado, sino su propio destino. Entonces sucedió, Olvido despertó. Lo primero que vio fue una mosca revoloteando sobre su nariz. Notaba un extraño vacío en el estómago, pero no tenía hambre. Abrió y cerró las manos para despejarse, hizo un leve giro de muñecas y se las miró. Eso fue lo primero que le reveló el paso del tiempo, en su propia carne habían aparecido arrugas por las que se había esfumado su juventud: ahora era una anciana de sesenta años.


La noticia de que Olvido había salido del coma causó un gran revuelo, pero cuando la enfermera le preguntó si quería que avisara a alguien, ella contestó que no, simplemente porque no tenía a nadie y porque quería gozar de la soledad a la que había estado acostumbrada desde siempre. Había vivido de la prostitución desde muy joven, pero no era una puta, sólo era una persona rota que conjugaba con su cuerpo, con sus manos, con la yema de sus dedos y con su boca, pero nunca con su alma, ese verbo tan placentero y tan gastado por muchas personas que tan siquiera aman.


Cuando salió del hospital ya era tarde, pero le dio tiempo a comprar en el kiosco de enfrente de su casa unos donuts para endulzar aquella amarga tarde.
En cuanto llegó, abrió las ventanas para ventilar la casa. Había anochecido. El silencio resulta más agresivo en el susurro de la noche. Insaciables damas aladas de ojos saltones son seducidas por la intensa luz que a los transeúntes solitarios proporcionan las farolas. En realidad, buscan lo que todo ser humano: arder, ya que no existe cuerpo que les brinde ese placer. Se agravan los ladridos de perro, que se confunden prácticamente al unísono con el turno nocturno de un basurero. La luz artificial de algún cuarto donde duerme el amor y entre sábanas despierta el deseo, permanece encendida. Salvo este matiz, la noche está prácticamente limpia. Por supuesto las catástrofes mundanas permanecen, pero se hacen sordas a oídos de durmientes ordinarios. La excusa es el descanso de cuerpo y mente, pero el mundo duerme para no desvelar la certeza de su propia soledad.


Después, Olvido pensó en tomar una ducha, pero le horrorizó lo que vio al entrar en el cuarto de baño: un cuerpo muy ajeno al que ella conocía había sido arrugado por el paso del tiempo como un boceto es despreciado por un dibujante frustrado, sus pechos se habían deslizado como dos gotas de agua y su pelo había adquirido el color de la luna. Pero no era bonito en absoluto. Observó como su reflejo se estremecía y gimoteaba, después se le nublaron los ojos de lágrimas y sentía que le faltaba el aire, pero cuando quiso abrir el grifo para beber un poco de agua y calmarse, ya estaba inconsciente sobre el frío suelo. Dos horas más tarde cuando su vecino llamó a la ambulancia, ya estaba muerta.


La vida es un espejismo. Aquellos que desmenuzan el tiempo día a día nunca serán conscientes de esta realidad por lo que jamás se les humedecerán los ojos.
El tiempo no sólo enferma nuestro cuerpo sino que también pudre nuestro espíritu, se lleva nuestros sentimientos, nuestros anhelos y nuestras ilusiones. Todos seremos espectadores de lo que se esfuma ante nosotros excepto si desmenuzados cada día, cada hora, cada minuto y cada segundo como el eterno mar desmenuza castillos de arena.

2 comentarios:

Camille dijo...

Bellísimo relato. Tan metafórico, tan profundo y tan sumamente certero.
Felicidades por tu prosa envidiable.
Saludos

Carolina Álvarez Marcos dijo...

Muchísimas gracias. Me alegro de que te haya gustado, es un placer.